miércoles, 10 de julio de 2013

Brolis



A J.C., claro



Los librófilos somos bichos raros. Digo los librófilos, no los bibliófilos, porque los bibliófilos son otra cosa. Digo, me parece. Los bibliófilos son gente de esa que cuando pone los libros en la biblioteca lo hace de una forma que un librófilo jamás. No es que esté mejor ni que sea más útil ni más conveniente ni más no sé qué, o quizá sí, ser una cosa que la otra, sino que… bueno, que, decididamente, la forma en que un librófilo organiza su biblioteca no es de esas que un bibliófilo llamaría “organizar”. Y no ejque los bibliófilos tengan formas de organización de bibliotecas únicas, inmutables, definitivas y acsolutas. No, no, nada deso. Es otra cosa. Hay bibliófilos que organizan sus bibliotecas temáticamente, por caso, y esos son los cientificistas, y otros que las ordenan alfabéticamente, que son los diccionaristas, y que así encuentran de pronto a Saussure al lado de Sábato y de Shakespeare y de Saramago y de una biografía de Schubert de autor desconocido y de la colección completa del Sauerkraut Post (los bibliófilos son capaces de casi cualquier cosa, se sabe), y el Corominas al lado de Cortázar y de Haroldo Conti y de Conrad, lo que después de todo tampoco está tan mal, pero por razones que los bibliófilos jamás entenderán.



Los librófilos, en cambio, tendemos a organizar nuestras bibliotecas de maneras que no son, sindudamente, razonables ni sensatas, pero que son lo que nosotros consideramos obvias. Y a veces coinciden, claro, con las de los bibliófilos. Por ejemplo, ¿cómo no va a estar el Corominas al lado de Cortázar, si los dos jugaban a jugar con las palabras? ¿Y cómo no va a estar Conrad con Cortázar, si Cortázar…? Claro que por eso mismo, al lado de Cortázar, Corominas y Conrad, un librófilo (uno, no otro) pone a Borges, y ahí es donde la geometría del bibliófilo se va al reverendo carajo y hasta los estantes se quejan de que así no se entiende nada. Pero para el librófilo ubicar ese libro ahí es… obvio.


Una vez que un librófilo tiene organizada su biblioteca personal, que por lo general no está en un solo lugar de la casa, sino en diversos segmentos espaciales, que pueden incluir alguna parte del baño, alguna de la cocina, un rincón del armario de la ropa de fuera de estación y otros confines, una vez que tiene organizada su biblioteca, decía, el universo parece para él adquirir un orden perfecto, acsoluto. No porque vaya a encontrar los libros cuando los busque, nada deso, sino porque los libros estarán en el lugar en el que deban estar, aunque nadie, insisto, vaya a encontrar nunca jamás el libro buscado cuando lo esté buscando, sino solo y precisamente en el momento adecuado, oséase, que un libro se encuentra cuando se lo encuentra, no cuando se lo busca. Por algo “buscar” y “encontrar” son verbos distintos y pertenecen a campos sintácticos distintos: el buscar es del sujeto, el encontrar es del objeto. Si yo busco un libro es una cosa; si lo encuentro, otra muy distinta. Pues bien, con las bibliotecas de los librófilos pasa exactamente eso: son bibliotecas perfectas, en las que todo está exactamente donde debe estar, pero encontrar… encontrar es otra cosa, encontrar pertenece a otro código de comunicación, que al librófilo no le interesa: al librófilo le gusta poner los libros donde deben ir, no donde se los debe encontrar, ¿se entiende? Supongo que sí. O, al menos, supongo que cualquier librófilo que se precie lo entiende. Los bibliófilos no, probablemente, pero sabido es que los bibliófilos no entienden: los bibliófilos ordenan, organizan, oran. Sí, oran, porque los bibliófilos son naturalmente religiosos y profesan alguna religión institucionalizada, aunque más no sea la del libro. Los librófilos también creemos en los libros, claro, pero hasta ahí nomás: sabemos que, decía Oliverio, en cierto momento un libro no es más que un objeto que impide ver la luz.


Reorganizar una biblioteca personal, para un librófilo, es uno de los problemas más graves a los que puede enfrentarse en su líbrica existencia, y en particular ante una mudanza residencial, porque los ámbitos y espacios de la biblioteca ineluctablemente cambiarán: no habrá los mismos lugares, los mismos rincones, los mismos confines, y así incluso los libros mismos pasarán a ser otros, y quizá el librófilo decida poner novelas con novelas, poesías con poesías, ensayos con ensayos, diccionarios con diccionarios… hasta que se enfrente a un libro que no encaje plenamente en ninguna de las etiquetas. Que puede ser cualquiera, porque, después de todo, ¿quién es capaz de decir y sostener con argumentos válidos y coherentes que Moby Dick no es un ensayo, que la Biblia no es una novela, que el Adán Buenosayres no es cartografía?



Entonces el librófilo empezará una vez más el camino de organización perfecta del universo líbrico, e irá poniendo los libros en el lugar que corresponda, hasta que todos vuelvan a quedar exactamente donde deben estar, y donde se los encontrará cuando se los encuentre, no cuando se los busque, porque, como ya sabemos… Y así.


1 comentario:

Gregorio Omar Vainberg dijo...

Alguna vez se me ocurrió hacer una... digamos ... encuesta acerca del como cada uno ordena su biblioteca. Dá para mucho.