sábado, 28 de julio de 2012

De catástrofes y humanidades


En la radio pasan las noticias. El locutor dice que el viceministro de Economía dijo que estamos viviendo una catástrofe humanitaria. Así dice el locutor que dijo el viceministro de Economía: catástrofe humanitaria. Me quedo pensando en cómo cambia, cómo está cambiando la lengua. Para mí, algo “humanitario” siempre fue algo bueno, benéfico, positivo, y los diccionarios (ya sé que son cementerios de palabras, pero es lo que hay) dicen lo mismo. Y una catástrofe puede ser muchas cosas, pero no creo que ninguna de ellas sea buena, benéfica, positiva. Pero entiendo, claro que entiendo, que lo que el locutor dice que dijo el viceministro de Economía, es decir, que lo que quiso decir el viceministro de Economía, no es eso, sino que se estaba refiriendo a una catástrofe para la humanidad, que estaba usando la palabra “humanitario” en ese sentido, aunque los diccionarios no la entiendan de ese modo.

Mientras pienso todo esto en la radio empiezan a pasar la grabación de las declaraciones del viceministro de Economía. Se oye su voz. La voz del viceministro de Economía. Y lo que el viceministro de Economía dice es que el mundo está viviendo una catástrofe económica, que se traduce a su vez en una catástrofe humana. Así lo dice el viceministro de Economía: catástrofe humana. Así, pienso, es como lo diría yo. Pero el viceministro de Economía no es un tipo de mi generación, sino unos quince años menor, así que por lo visto no todos en estos tiempos dicen humanitario en casos en que yo habría dicho y diría humano, y algunos que justamente sí dicen humanitario, como el locutor, son los que yo habría esperado que dijeran humano, o humana, en este caso.

Me quedo pensando. Pienso que si incluso los periodistas, que están entre los hablantes que utilizan las formas más estandarizadas de la lengua, esas que suelen considerarse “cultas y correctas”, o, al menos, que están entre los principales difusores de los usos escritos, cultos y correctos, del idioma, digo, si los periodistas hablan de catástrofes humanitarias es porque así se debe (de) decir en estos tiempos. Y si es así, va siendo hora de que los diccionarios incluyan ese significado, nuevo, de la palabra “humanitario”, en vez de negarse a aceptar y entender lo que quiere decir la gente cuando dice lo que dice y como lo dice.

Sigo pensando en cómo esta cambiando, cómo cambia la lengua, y en cómo las formas consideradas ajenas al sistema, incultas, incorrectas, como eso de catástrofe humanitaria, son las que, a veces, usan los que forman parte del sistema que es el culto, el correcto, y, por otra parte, los que se supone que son más propensos a usar las formas incultas, incorrectas (después de todo, ¿qué saben de lengua los viceministros de Economía?), usan las tradicionalmente consideradas cultas, correctas.

Me quedo pensando, entonces, que los cambios en la lengua vienen de todos lados, o, quizá, más bien, están en todos lados. Habrá que seguir poniendo la oreja, nomás, y gozando de lo que hay, de lo que existe, y de lo que va existiendo. Y celebrándolo. Lo demás, cartón pintado, dibujitos de diccionarios.

martes, 24 de julio de 2012

Para besar a la amada


Uno de los grandes poetas del hebreo, Jaim Bialik, decía que “leer un poema en una traducción, incluso la mejor, es como besar a la amada a través de un velo”. La idea no es extraña ni novedosa para los hispanohablantes, porque hace ya más de 400 años un hidalgo manchego de cuyo nombre no quiero acordarme había dicho que “el traducir de una lengua a otra es como quien mira los tapices flamencos por el revés: aunque se ven las figuras, son llenas de hilos que las oscurecen, y no se ven con la lisura y tez de la haz”.

En algunas formas de traducción quizá no sea tan importante ni conflictivo que la trama quede en evidencia, que se bese a la amada a través de un velo, pero en la traducción de poesía, que por lo general exige la creación de climas y atmósferas peculiares, es necesario que ese velo que, en la palabra, opaca la lectura, no se convierta en la supuesta amada y nos impida ver, sentir, a la amada real. Por eso, la traducción del poema debe ser, sencillamente, otro poema. Por lo tanto, de alguna manera, el traductor de poesía no puede sino ser un poeta él mismo.

Pero ¿acaso es suficiente esta condición para que sus traducciones sean buenas? Quizá el traductor-poeta impregne el texto de su propio estilo, aunque sea de manera involuntaria. Quizá su propia pluma le impida seguir los senderos que otro ha elegido y le haga decidir, conscientemente o no, transitar una vez más por sus propios caminos. Es posible que su propia experiencia previa con la materia poética lo condicione de tal modo que no sepa cómo evitarse a sí mismo, cómo no caer en sus propios recursos expresivos, en sus ritmos líricos personales.

Pero, por el otro lado, si el traductor no es poeta, o si no tiene el tipo de sensibilidad que la poesía requiere, y que esa poesía requiere, quizá tampoco pueda evitar que el velo oscurezca del todo el original.

Muchas preguntas, muchos quizás, pero una cosa es segura: hay en el mundo tan pocos grandes poetas como traductores capaces de enfrentarse a su obra y sobrevivir con dignidad literaria el desafío de traducirla. Y el placer. Pero de eso, del placer, digo, hablaremos otro día. Quizá. Como el placer.

miércoles, 18 de julio de 2012

Civilización y barbarie


(El 18 de julio de 1994 un atentado terrorista destruyó la sede de la AMIA, la Asociación Mutual Israelita Argentina, en Buenos Aires. Un mes después escribí y publiqué el siguiente texto en Idiomanía. Hoy se cumplen 18 años. No hay condenados ni culpables presos. Memoria y justicia.)


In memoriam D.B.

¿Cómo empezar a hablar del dolor, de la angustia, de la tristeza? ¿Cómo empezar a hablar de ello cuando, aparentemente, “el tema” poco tiene que ver con Idiomanía? ¿Cómo empezar a decir que en esta ciudad, en mi ciudad, en Buenos Aires, una de las grandes capitales del mundo, una de las grandes capitales de la cultura, se ha instalado la muerte una vez más?
El 18 de julio de 1994 una bomba en el centro de la ciudad destruyó más de cien vidas (más de cien familias), una de las bibliotecas más importantes del mundo… y nos hirió gravemente a todos.
El 18 de julio de 1994 marca otro triste hito en la historia del pueblo judío y en la historia de nuestra tierra argentina.
El 18 de julio de 1994 no puede ni debe olvidarse, porque los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla.
Muchos dirán: Idiomanía es una publicación sobre idiomas y esto no tiene nada que ver. Nosotros diremos: Idiomanía es una revista cultural escrita por seres humanos, y nada de lo cultural y de lo humano nos es ajeno. Nosotros (traductores, estudiantes, docentes de lenguas…) somos y queremos ser siempre intérpretes y estudiosos de nuestras culturas. ¿Para qué sirve un traductor, por caso, si no para ayudar a dos pueblos a comprenderse? Nuestra función es, se me ocurre, lograr que el medio de relación entre los pueblos sea la palabra, y cuando esa comprensión falla, en algún lugar falla también nuestra razón de ser como profesionales.
Escribo estas líneas cuando la sangre todavía duele. Escribo estas líneas pensando en mi propio abuelo, que llegó a esta tierra en busca de la paz que prometía, entre otras cosas, también por su lejanía de los centros del odio y el horror de la Europa de comienzos de siglo. Escribo estas líneas cuando entre las víctimas (y permítaseme la impertinencia de la referencia personal) se menciona algún nombre que tiene que ver con mi historia y con la de mi familia, aunque todas las víctimas –todas– tienen que ver conmigo, ya que las víctimas son, somos, nosotros mismos. Escribo estas líneas cuando la sangre todavía duele (no ha pasado aún una semana de la tragedia), pero ustedes las estarán leyendo cuando, quizá, ojalá, las lágrimas empiecen a secarse y las heridas, a cerrarse (llevamos, como humanos, nuestras espaldas cubiertas de cicatrices); quizá para entonces (“ahora”, para ustedes) resulte más fácil (e importante) la reflexión. Esa será, pues, la tarea. La de la reflexión y la reconstrucción.

El maestro, el rabino, baila sobre las ruinas del templo de Jerusalén; sus discípulos, sorprendidos, le preguntan por qué no llora. Y el rabino responde que los profetas habían anunciado la destrucción del templo, y se había cumplido; pero también habían anunciado que Jerusalén sería reconstruida, y si la primera parte de la profecía se había hecho realidad, ¿por qué no habría de cumplirse la segunda?

Es nuestra tarea, la de todos, recordar nuestra historia, para poder vivir un presente pleno y pensar en un futuro en el que vivir sobre este mundo valga realmente la pena.
Desde Idiomanía, con dolor, seguimos adelante.

martes, 17 de julio de 2012

Una vez, un día, un mes


Quiero contarte, querido blog, una historia, un cuento, que, como todo cuento, real o ficticio, es plenamente verdadero. Había que hubo una vez, hace muchos, muchos años, en que jugaba yo a ser el jefe de redacción de una revista, o el jefe de revista de una redacción, o algo así, que se llamaba Idiomanía. La revista, no yo, que siempre me llamé como me llamo, o al menos eso creo. Digo que jugaba porque era una tarea que, en realidad, desempeñaba como si fuera un juego. Creo que una parte, quizá mínima, del escaso éxito que pudo tener en sus tiempos la revista fue consecuencia de esa actitud. No sé si así fue, pero para mí no fue ni podría haber sido de otro modo.

Parte del juego era una sección que yo mismo escribía, y que puse en marcha desde casi el comienzo de la publicación, una sección de práctica de traducciones a la que llamé “El traidor”, como forma de ponerme, de ponernos, en la piel de la creencia popular expresada en el dicho traduttore traditore. En esa sección publicaba un fragmento, por lo general el primer párrafo, de alguna obra relativamente conocida, y pedía a los lectores que lo tradujeran al castellano y enviaran su traducción a la revista. Todo esto sucedía y sucedió, en mi recuerdo y en mi realidad, que son siempre formas de la ficción y viceversa, hace apenas unos veinte años. Dicen que, en cuestión de años, esa cifra no es nada, pero lo cierto es que, por entonces, la única forma en que los lectores podían mandar sus traducciones era en papel y por correo. Por correo postal, digo, porque el electrónico casi ni existía todavía. Una vez recibidas las respuestas, elegía yo tres o cuatro versiones diferentes de los lectores, no por supuestos o posibles valores (ni estéticos ni lingüísticos ni gramaticales ni na de na), sino solamente para presentar versiones diferentes, para mostrar cómo las traducciones podían y pueden ser diversas y “correctas”, muchas, todas, aunque luego cada uno pueda decidir cuál le parece mejor, o le gusta más, o menos, o un poquito, o no. Porque lo que yo quería mostrar, o ver, era que la traducción no era ni es una ecuación matemática en la que A es igual a B. Y no es que quiera decir que no hay belleza ni poesía ni expresividá ni subjetividá en la matemática, pero se trata de otra poesía, de otra forma de traducción de la realidad, y no era de esa de la que yo quería hablar.
 
Una vez, un día, un mes, decidí usar a mis lectores-traductores de conejillos de indias para un experimento. Soberbias de juventú, que le dicen. Propuse un texto en inglés, como todos los meses (bueno, no todos, alguna vez propuse alguno en franchute), y pedí que me enviaran versiones en castellano, como todos los meses, pero esa vez, ese mes, no dije quién era el autor del original. Era trampa, había un juego esa vez, y los lectores no lo sabían. Pero se enterarían, y, si salía bien (los juegos siempre salen bien cuando uno juega), sin duda lo disfrutarían tanto como yo.

Un par de meses después publiqué las varias traducciones de costumbre, más otra, una más, que no me había mandado ningún lector, sino que era la versión original, que el autor no había escrito en inglés, sino en castellano, porque ocurre que el autor del fragmento en cuestión era Jorge Luis Borges, y que lo que yo había presentado como “original” era, en verdad, la traducción al inglés que del texto de Borges había hecho Norman Thomas di Giovanni, y que había aprobado el propio Borges. El resultado fue curioso. Y no. Porque, al volver el texto a su lengua original, la versión que menos parecía respetar las palabras del inglés era, como podrá imaginarse, la de Borges.

La primera oración del párrafo, el que yo había presentado en la versión inglesa (oséase, el supuesto original), decía: “It was in Cambridge, back in February, 1969, that the event took place”.

Las versiones que publiqué en castellano decían:
-       Ocurrió en Cambridge, allá por el mes de febrero de 1969.
-       El hecho sucedió en Cambridge, allá por febrero de 1969.
-       Fue en Cambridge, allá por febrero de 1969, cuando el episodio tuvo lugar.
-       Sucedió en Cambridge, aquel febrero de 1969.

El cuento de Borges, el que él mismo había publicado en castellano, empezaba: “El hecho ocurrió en el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge”.

Hasta aquí mi historia, querido blog. El resto es presente.

(Ilustración: Sin fronteras, de Itati Acuña)